¿Sociedad del conocimiento?
Han transcurrido apenas unos pocos decenios desde que Peter Drucker esbozara por primera vez el concepto de sociedad del conocimiento, la que poco después llamaría también como “sociedad pos-capitalista”: en su seno la producción de riqueza sería una función cada vez más directa del conocimiento, o por mejor decir, de la productividad del mismo. Lo de “poscapitalista” no pasaba de ser un calificativo, toda vez que, examinada con ojo crítico, su modelo de sociedad desemboca en un mercado mundial unificado, cuyo única fuente de regulación, si así pudiera calificarse, sería precisamente su “libre operación”.
En la pasada década de los ´90, otros autores vinieron a reforzar la idea a partir de la impresionante expansión de las capacidades de acumulación, procesamiento y transmisión de información, en virtud de los explosivos avances tecnológicos resultantes de las ciencias informáticas y la exponencial multiplicación de las capacidades de telecomunicación. Durante esa década, por momentos se confundían los términos en uso: sociedad del conocimiento o sociedad de la información.
En realidad, y como apunta en un muy reciente libro el académico británico Paul Cilliers, “conocimiento” ha sido uno de los términos mercantilizados en esta época: se habla de “industria del conocimiento” e (incluso) de “gerencia del conocimiento”, como si el conocimiento fuera algo susceptible de comercializarse, con independencia del sujeto que posee ese conocimiento; se le trata como una “cosa”, algo que “existe” y puede colocarse en portadores digitales o sitios de internet.
En propiedad, tales “cosas” debieran identificarse como datos o incluso como “información”, pero el concepto de conocimiento hay que reservarlo para aquella información que es contextual e históricamente situada por un sujeto “conocedor”.
La cuestión no es nada abstracta: son los hombres los que crean y aplican el conocimiento. La información, el discurso, los datos, necesitan ser elaborados e interrelacionados -por las personas y no sólo por las máquinas- con respecto a un tiempo y a un lugar, a una situación dada. Sólo la intervención de las personas puede conferir a la información la categoría de conocimiento.
Coincido por tanto con quienes afirman que la llamada “sociedad del conocimiento” sería más bien una etapa aún no alcanzada de la civilización, posterior a la actual era de la información, para alcanzar la cual serán esenciales por igual las oportunidades que abre el impetuoso desarrollo de los medios técnicos y la humanización de las sociedades actuales.
En tanto sumen millones e incluso cientos de millones los seres humanos para quienes nada significan las gigantescas cantidades de datos y otras formas de información almacenadas y transmitidas, a causa, digamos, de carecer de la más elemental educación, no podrá hablarse con seriedad de una sociedad del conocimiento.
Contradictoriamente, la reproducción y expansión del modelo capitalista neoliberal derrochador, hiperconsumista, parece confirmar más allá de toda duda que bajo sus premisas el conocimiento no se multiplica como un bien público, sino como una fuente de competitividad de apropiación cada vez más privada, corporativa, al cual sólo puede tener acceso una fracción minoritaria, cada vez más pequeña pero con más solvencia, de la sociedad.
No podrá haber entonces sociedad del conocimiento hasta que transcurra una imprescindible “humanización” de la sociedad.
Esto último implica, como premisa indispensable, comprender cada vez mejor cómo funciona la sociedad: sus normas, las relaciones de poder entre sus componentes, la estratificación social y las fuentes de cambio en el orden prevaleciente.
No pretendo incursionar en las interioridades de las ciencias de la sociedad, de las que sin embargo me siento deudor y convencido defensor. Trato simplemente de llamar la atención sobre que el conocimiento científico no es completo en tanto no incluya a los hombres y las relaciones sociales entre ellos. En tanto no conozcamos a profundidad la sociedad y, sobre todo, cómo transformarla en el sentido creciente de su “humanización”, las invocaciones casi litúrgicas al “conocimiento” significarán poco más que propaganda comercial del último modelo.
Un estimado compatriota cuyo campo es precisamente la sociología, Juan Luis Martín, ha examinado recientemente las que ha llamado “razones del peligro” en el siglo XXI.
Para él, las formas de organización económica y social que hoy en día aún prevalecen no parecen encaminarse a una “globalización” propiamente dicha sino, por el contrario, apuntan de modo simultáneo a un proceso de fragmentación cuyo resultado podría ser la bifurcación progresiva de la especie humana.
De mi parte me gustaría recordar al efecto que los actuales seres humanos somos la resultante de un muy largo proceso adaptación a lo largo del cual hemos ido adquiriendo comportamientos corporales y extra corporales que constituyen nuestra característica principal: la inteligencia aplicada a la modificación (en provecho propio) del medio circundante.
Es precisamente esa capacidad la que ha permitido (hasta ahora) que nuestra especie haya logrado apartarse relativamente de la selección natural.
En otras palabras, los humanos hemos ido conformando una evolución histórica en que los factores culturales tienden a sobrepasar ampliamente a los puramente biológicos.
Las ventajas aparentes de la cultura como factor evolutivo humano son evidentes: es acumulativa y fácilmente socializable, y con ella la capacidad de adquirir, difundir y asimilar, de forma rápida y sistemática, estrategias que permiten la adaptación de forma más fácil.
Una sociedad del conocimiento, por tanto, verdaderamente humanizada a la altura del siglo XXI, supondría una fácil y rápida diseminación de los medios para mejor hacer frente a los conflictos ambientales generados por la propia civilización.
Lo que se requiere es un enfoque multidisciplinario, que se acompañe de una capacidad de evaluación y predicción, asentados en la razón teórica, y también de la razón practica, las que deben estar guiadas por la justicia para alcanzar una justa redistribución de los bienes de la tierra.
Quien así se expresa es el obispo Marcelo Sánchez Sorondo, canciller de las Academias Pontificias, con quien no podemos sino coincidir, recordando como él que, según Tomás de Aquino: “en casos de necesidad todas las cosas son propiedad común” y ello se hace aun más evidente en el caso del conocimiento resultante de tantas generaciones, a partir del momento en que los homínidos encontraran en la cultura el camino que nos hace humanos.
En un sustanciado informe acerca del futuro de la sostenibilidad (de las sociedades humanas y su relación el ambiente) difundido a escala internacional por la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), el académico británico W. M. Adams subraya que “la sostenibilidad debe convertirse en la base de un nuevo entendimiento de la aspiraciones y logros humanos”, así como que un elemento clave en esto es el vínculo entre el bienestar y la seguridad”.
Ahora bien el propio autor nos recuerda que: “de hecho, la seguridad entre las personas depende fundamentalmente de los problemas de equidad, dentro de y entre las generaciones” y que “tanto la seguridad como el bienestar están enraizados en los problemas de justicia a escala global”. Poco más adelante, afirma que la justicia tiene suma importancia para el futuro del planeta: equidad en el disfrute de los beneficios del uso de los recursos de la Tierra entre y dentro de las generaciones.
Sabemos no obstante que, al menos por ahora, ese no es el panorama. Por el contrario, de continuar “como hasta ahora” el crecimiento económico de las sociedades opulentas, y la hegemonización cultural para imponer un modelo único, se arriesga la supervivencia misma de la especie.
¿O quién sabe si no? Recuerdo la ocasión en la que, al final de una conferencia pronunciada en la sede de nuestra Academia de Ciencias, preguntaron acerca del tema al ya fallecido y notable antropólogo Thor Heyerdall. A la interrogante acerca de si, en su opinión, corría realmente peligro de desaparecer nuestra especie contestó, con una sonrisa no exenta de cierta sorna: “bueno, realmente no; lo que es casi seguro es que puede desaparecer la civilización, tal y como la conocemos hasta hoy”.
Para María T. Pozzoli, la actual sociedad “globalizada” requiere en realidad de una del conocimiento, que modifique, entre otras cosas, el modelo de poder que internalizan los sujetos y que constituyen su subjetividad.
Valores y comportamientos esenciales del modelo, como la competitividad, la motivación de lucro, el consumo, la posesión, la acumulación, en fin, el individualismo, deben dar paso a valores humanísticos como la cooperación, la solidaridad, e incluso algunos otros de larga data como la compasión, la alegría, la bondad la benevolencia y la amabilidad. Al decir de otro contemporáneo, Raúl Motta, se requiere una educación basada en un modelo reflexivo, que active una visión ética en la toma de decisiones.
Conocer, comprender la sociedad y transformarla es, a todas luces, no una mera utopía, proclamada en su época por Carlos Marx, sino una apremiante necesidad de la especie humana, si es que realmente aspiramos a mantener el significado del término “civilización”, sin abandonar la especie al azar de la mera selección natural.
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